La novela de Palacio Valdés, con la historia de señorita andaluza
Gloria Bermúdez metida a monja cantarina y alegre, sería uno de los temas
favoritos del cine folclórico español a lo largo de toda su historia. Ya en un
temprano 1927 Florián Rey llevaría la obra por primera vez a la pantalla, en
una versión silente que supuso el debut en cine de Imperio Argentina
convirtiéndose en estrella de la noche a la mañana. Actriz y director
repetirían el éxito en 1934 con la primera versión sonora del asunto. Ante la
desaparición de la cinta muda, de la que solo se conserva algo más de un
minuto, esta última sería el referente clásico en el que se mirarían las
futuras generaciones a la hora de adaptar la novela a la pantalla, dada su
popularidad y reconocimiento artístico.
En 1952 Benito Perojo volvería a echar mano de esta historia como
vehículo de lucimiento para Carmen Sevilla, artista que tenía por entonces bajo
contrato en exclusiva. Carmen se encontraba en el momento más dulce de una
carrera en imparable ascenso, especialmente tras el éxito de “El sueño de
Andalucía” (1951) y “Violetas Imperiales” (1952), dos edulcoradas operetas
protagonizadas junto al tenor irunés Luis Mariano. En esta ocasión la actriz se
vería emparejada con el galán Jorge Mistral, dando excelentes resultados en la
pantalla. La fotogenia y química de ambos encajaría de forma magnífica siendo
aprovechada por los productores en otros dos títulos. Mistral era un actor
de gran apostura, aunque un tanto acomplejado por su corta estatura que le
hacía llevar unas incómodas alzas dentro del calzado. Había sido descubierto
por Juan de Orduña para la cinta “Misión blanca” (1946), donde desempeñaba un
rol segundario de indígena convertido a la fe cristiana y desde entonces su
carrera había llevado un ascenso meteórico que le había colocado a la cabeza de
los galanes españoles, llamando incluso la atención del cine mexicano que contó
con su participación en una veintena de títulos durante su época de oro. Así
mismo trabajaría en varias coproducciones europeas, principalmente italianas
como “La espada y la cruz” (1958) junto a Ivonne de Carlo o “La sirena y el
delfín” (1957) con Alan Ladd y Sofia Loren. En esta cinta interpreta al doctor
Ceferino Sanjurjo, médico de la clínica sevillana donde conoce a la singular
monja que terminaría cambiando los hábitos por el amor del médico, papel que le
ayuda a desarrollar una vis cómica poco frecuente a la largo de su carrera y en
la que se desenvuelve con bastante certeza. Parece ser que el actor ya estaba
inmerso por entonces en su adicción a la heroína y otras sustancias que le
harían envejecer prematuramente y encontrar una temprana muerte con tan solo 51
años de edad.
Carmen Sevilla, en la cumbre de su belleza y encanto personal,
se hace limpiamente con la película, desempeñando un agradecido papel que le
permite igualmente trabajar un registro de comedia ligera que seguiría
desarrollando en títulos como “La pícara molinera” (1954), “Congreso en
Sevilla” (1955) o “La fierecilla domada” (1955) y que apunta ya en esta
cinta como uno de sus registros más afortunados como intérprete. Su excepcional
fotogenia ilumina unos hábitos de tonos azulados que hace natural un desenlace
en el que se entiende que una mujer tan hermosa no puede terminar sus días
recluida en la vida monástica, luciéndose también vestida de faralaes y
bailando por bulerías en las primeras escenas de la película, antes de ingresar
como religiosa.
Junto al dúo protagonista encontramos al sacerdote bonachón interpretado
por Manuel Luna, una de las especialidades del actor durante estos años, en los
que vestiría la sotana en otros tres filmes dirigidos por Lucia además de este,
componiendo un personaje de clérigo piadoso y comprensivo, pero de vuelta de
todo y buen conocedor de las debilidades humanas, ayudando a los protagonistas de
manera decisiva a conseguir sus objetivos. Julia Caba Alba, Casimiro Hurtado,
Manolo Gómez Bur y Antonio Riquelme formarían parte del excelente elenco de
secundarios que aportan a cada escena un ritmo y entretenimiento tan delicioso
como eficaz.
La dirección correría a cargo del especialista en el género Luis
Lucia, quién también firmaría el divertido guion junto a José Luis Colina y
Manuel Tamayo. El realizador valenciano demostraría una vez más su capacidad
para dar un toque personal a un filme de encargo, utilizando una serie de
recursos narrativos que parodian el tono folclórico, en el que irremisiblemente se sumerge la cinta y que le alejan del planteamiento de la anterior versión dirigida por
Florián Rey en 1934, como hiciera dos años más tarde con “Morena Clara” (1954),
adaptación de otro clásico de Rey protagonizado igualmente por
Imperio Argentina. La película empieza directamente rompiendo la cuarta pared,
cuando el personaje de Jorge Mistral se dirige de manera directa al espectador
para avanzarle todo cuanto acontece a continuación, un truco que da un toque de
modernidad a una historia clásica que el público ya conoce de antemano. Otro
momento en el que Lucia juega con ese espejo entre lo que nos cuenta en la
pantalla y la vida real, es aquel en el que el personaje de Manolo Gómez Bur le
dice a Carmen Sevilla en el trascurso de la fiesta flamenca que ésta da en su
cortijo “Gloria, tu fiesta es de las mejores que se han visto en Andalucía ¡Si
parece de película folclórica!”, a lo que ella contesta “¡Pues vaya un piropo,
hijo!”. Son pequeños gags en los que el realizador nos hace ver lo consciente
que es del falso tipismo de todo cuanto nos está mostrando, estableciendo un diálogo cómplice con el espectador y lo que le está mostrando. Un
juego similar al que emplearía en “El sueño de Andalucía” (1951), donde sitúa
la historia como cine dentro del cine, para huir de la imagen estereotipada de
lo andaluz, que Lucia tiene claro solo existe en la pantalla y poco o nada
tiene que ver con la realidad.
Otra diferencia argumental importante respecto al filme de Rey,
impuesta seguramente por cuestiones de censura, es la de presentar a la
protagonista antes de ingresar como religiosa, mostrándonos su vida disipada y
alegre, lo que nos lleva a pensar que esta nunca se toma en serio su decisión y
por tanto minimiza la carga moral cuando cuelga los hábitos, restando fuerza a
un acto tan decisivo. Una teoría apoyada por el sacerdote que interpreta Manuel
Luna, quién en todo momento duda de la vocación de Gloria y toma su gesto como
parte del carácter impulsivo y atolondrado de una joven piadosa que tiene todo
y se aburre en su vida seglar, hasta que vestida de monja encuentra el amor que
le lleva a formar un auténtico hogar cristiano según el canon social de la
época. Las primeras líneas de guion acentúan además que todo cuanto acontece en
la historia es producto del destino guiado por las celestiales manos de un
angelito que hace las veces de cupido al pintar los nombres de Gloria y
Ceferino dentro de un corazón de cartón piedra, por tanto ya sabemos que tomen
la decisión que tomen respecto a sus vidas, los personajes están destinados a
terminar juntos. Este recurso argumental salvaguarda el espinoso tema de la
renuncia de Gloria a la vida religiosa por un amor carnal, en el contexto de
una España de tan exacerbado catolicismo como lo era la del momento del estreno
de la película. De hecho la novela de Palacio Valdés fue tildada poco menos que
de sacrílega por los sectores más conservadores en su primera publicación, por el
juego amoroso entre la monja y el galán y porque en la historia original es la
madre de Gloria, ayudada del administrador de sus bienes, los que recluyen a la
muchacha en un convento en contra de su voluntad y sin vocación alguna por su
parte. Algo que aparecía desarrollado en la cinta de Rey, rodada en plena
república, y que aquí desaparece por completo de la historia.
Sin embargo la película sortea los escollos que la conducen hacia
el cine religioso más convencional gracias a la frescura del guion y la
forma en que Lucia enfoca los personajes, la agilidad con que resuelve las
escenas y como acentúa la química existente entre la pareja protagonista, salvando
los principales problemas de censura con la continua mediación del sacerdote
interpretado por Manuel Luna, que controla todo el tiempo el tono romántico de
su relación hasta el final. En este sentido es modélica la escena en que
Ceferino confiesa al sacerdote estar enamorado de la monja sin saber que esta
ya ha dejado de serlo, llevada con un pulso cómico muy eficaz que elimina
cualquier matiz ofensivo a la hora de abordar un tema tan delicado para su tiempo. El sacerdote adquiere un tono paternalista con ambos, remarcando el
cariz comprensivo de la institución que representa, de cara a contentar sin
duda a los estamentos eclesiásticos, que se ven de este modo tratados con un acento
aperturista que no correspondía en absoluto con la realidad española del
momento, en el que la censura era feroz a la hora de abordar cualquier asunto
relacionado con la religión oficial.
Con el fin de hacer aún más atractiva la historia la película fue
rodada en Cinefotocolor, un sistema de patente española y corta existencia
utilizado principalmente en cintas de corte musical y que en esta ocasión
presenta unos tonos algo más apagados, debido principalmente al vestuario de
las hermanas y la pobreza cromática de los interiores, excepto en la escena
inicial de la capea y la fiesta en el cortijo, en la que se realiza todo un
despliegue de coloridos trajes de volantes y chaquetillas flamencas en torno a
pintorescas fuentes teñidas de azul. Esta secuencia está planteada sin duda
para resaltar el atractivo del color en la cinta, algo muy escaso en la
producción española del momento.
Acentuando su carácter musical, además del citado número en el que
la protagonista baila unas bulerías, la historia presenta cuatro canciones de
escaso interés interpretadas por Carmen Sevilla. Quizás las más interesantes a
nivel argumental, ya que son utilizadas para mostrar el carácter alegre y
resuelto del personaje, sean las sevillanas “¡Viva Sevilla!”, presentes con
otra letra en la película del 34 y las bulerías “No sé que tiene mi tierra”
cantadas a la guitarra para entretener a un paciente, antiguo guitarrista, que ha
perdido un brazo y es aprovechada para establecer la primera escena de acercamiento entre Ceferino y
Gloria, ayudando a avanzar su relación.
La cinta se estrenó el 6 de Octubre de 1952 en el madrileño cine
Rialto con una buena acogida de público, que la llevaría a mantenerse durante
35 días consecutivos en cartel. El éxito de la película se haría extensivo a la
entrega de premios del Sindicato Nacional del Espectáculo de aquel año
obteniendo el octavo premio de 100.000 pesetas en metálico. La película hizo
mucho por la carrera de Carmen Sevilla, quién a sus 22 años se había convertido
en una de las estrellas más populares de nuestro cine e iría en ascenso durante
los siguientes años, viviendo una época dorada que duraría hasta bien avanzados
los años sesenta, en la que la actriz sería mimada por la industria y el
público
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