jueves, 28 de abril de 2022

“La hermana San Sulpicio” (1952) Luis Lucia

 


La novela de Palacio Valdés, con la historia de señorita andaluza Gloria Bermúdez metida a monja cantarina y alegre, sería uno de los temas favoritos del cine folclórico español a lo largo de toda su historia. Ya en un temprano 1927 Florián Rey llevaría la obra por primera vez a la pantalla, en una versión silente que supuso el debut en cine de Imperio Argentina convirtiéndose en estrella de la noche a la mañana. Actriz y director repetirían el éxito en 1934 con la primera versión sonora del asunto. Ante la desaparición de la cinta muda, de la que solo se conserva algo más de un minuto, esta última sería el referente clásico en el que se mirarían las futuras generaciones a la hora de adaptar la novela a la pantalla, dada su popularidad y reconocimiento artístico.


En 1952 Benito Perojo volvería a echar mano de esta historia como vehículo de lucimiento para Carmen Sevilla, artista que tenía por entonces bajo contrato en exclusiva. Carmen se encontraba en el momento más dulce de una carrera en imparable ascenso, especialmente tras el éxito de “El sueño de Andalucía” (1951) y “Violetas Imperiales” (1952), dos edulcoradas operetas protagonizadas junto al tenor irunés Luis Mariano. En esta ocasión la actriz se vería emparejada con el galán Jorge Mistral, dando excelentes resultados en la pantalla. La fotogenia y química de ambos encajaría de forma magnífica siendo aprovechada por los productores en otros dos títulos. Mistral era un actor de gran apostura, aunque un tanto acomplejado por su corta estatura que le hacía llevar unas incómodas alzas dentro del calzado. Había sido descubierto por Juan de Orduña para la cinta “Misión blanca” (1946), donde desempeñaba un rol segundario de indígena convertido a la fe cristiana y desde entonces su carrera había llevado un ascenso meteórico que le había colocado a la cabeza de los galanes españoles, llamando incluso la atención del cine mexicano que contó con su participación en una veintena de títulos durante su época de oro. Así mismo trabajaría en varias coproducciones europeas, principalmente italianas como “La espada y la cruz” (1958) junto a Ivonne de Carlo o “La sirena y el delfín” (1957) con Alan Ladd y Sofia Loren. En esta cinta interpreta al doctor Ceferino Sanjurjo, médico de la clínica sevillana donde conoce a la singular monja que terminaría cambiando los hábitos por el amor del médico, papel que le ayuda a desarrollar una vis cómica poco frecuente a la largo de su carrera y en la que se desenvuelve con bastante certeza. Parece ser que el actor ya estaba inmerso por entonces en su adicción a la heroína y otras sustancias que le harían envejecer prematuramente y encontrar una temprana muerte con tan solo 51 años de edad.


Carmen Sevilla, en la cumbre de su belleza y encanto personal, se hace limpiamente con la película, desempeñando un agradecido papel que le permite igualmente trabajar un registro de comedia ligera que seguiría desarrollando en títulos como “La pícara molinera” (1954), “Congreso en Sevilla” (1955) o “La fierecilla domada” (1955) y que apunta ya en esta cinta como uno de sus registros más afortunados como intérprete. Su excepcional fotogenia ilumina unos hábitos de tonos azulados que hace natural un desenlace en el que se entiende que una mujer tan hermosa no puede terminar sus días recluida en la vida monástica, luciéndose también vestida de faralaes y bailando por bulerías en las primeras escenas de la película, antes de ingresar como religiosa.


Junto al dúo protagonista encontramos al sacerdote bonachón interpretado por Manuel Luna, una de las especialidades del actor durante estos años, en los que vestiría la sotana en otros tres filmes dirigidos por Lucia además de este, componiendo un personaje de clérigo piadoso y comprensivo, pero de vuelta de todo y buen conocedor de las debilidades humanas, ayudando a los protagonistas de manera decisiva a conseguir sus objetivos. Julia Caba Alba, Casimiro Hurtado, Manolo Gómez Bur y Antonio Riquelme formarían parte del excelente elenco de secundarios que aportan a cada escena un ritmo y entretenimiento tan delicioso como eficaz.


La dirección correría a cargo del especialista en el género Luis Lucia, quién también firmaría el divertido guion junto a José Luis Colina y Manuel Tamayo. El realizador valenciano demostraría una vez más su capacidad para dar un toque personal a un filme de encargo, utilizando una serie de recursos narrativos que parodian el tono folclórico, en el que irremisiblemente se sumerge la cinta y que le alejan del planteamiento de la anterior versión dirigida por Florián Rey en 1934, como hiciera dos años más tarde con “Morena Clara” (1954), adaptación de otro clásico de Rey protagonizado igualmente por Imperio Argentina. La película empieza directamente rompiendo la cuarta pared, cuando el personaje de Jorge Mistral se dirige de manera directa al espectador para avanzarle todo cuanto acontece a continuación, un truco que da un toque de modernidad a una historia clásica que el público ya conoce de antemano. Otro momento en el que Lucia juega con ese espejo entre lo que nos cuenta en la pantalla y la vida real, es aquel en el que el personaje de Manolo Gómez Bur le dice a Carmen Sevilla en el trascurso de la fiesta flamenca que ésta da en su cortijo “Gloria, tu fiesta es de las mejores que se han visto en Andalucía ¡Si parece de película folclórica!”, a lo que ella contesta “¡Pues vaya un piropo, hijo!”. Son pequeños gags en los que el realizador nos hace ver lo consciente que es del falso tipismo de todo cuanto nos está mostrando, estableciendo un diálogo cómplice con el espectador y lo que le está mostrando. Un juego similar al que emplearía en “El sueño de Andalucía” (1951), donde sitúa la historia como cine dentro del cine, para huir de la imagen estereotipada de lo andaluz, que Lucia tiene claro solo existe en la pantalla y poco o nada tiene que ver con la realidad.


Otra diferencia argumental importante respecto al filme de Rey, impuesta seguramente por cuestiones de censura, es la de presentar a la protagonista antes de ingresar como religiosa, mostrándonos su vida disipada y alegre, lo que nos lleva a pensar que esta nunca se toma en serio su decisión y por tanto minimiza la carga moral cuando cuelga los hábitos, restando fuerza a un acto tan decisivo. Una teoría apoyada por el sacerdote que interpreta Manuel Luna, quién en todo momento duda de la vocación de Gloria y toma su gesto como parte del carácter impulsivo y atolondrado de una joven piadosa que tiene todo y se aburre en su vida seglar, hasta que vestida de monja encuentra el amor que le lleva a formar un auténtico hogar cristiano según el canon social de la época. Las primeras líneas de guion acentúan además que todo cuanto acontece en la historia es producto del destino guiado por las celestiales manos de un angelito que hace las veces de cupido al pintar los nombres de Gloria y Ceferino dentro de un corazón de cartón piedra, por tanto ya sabemos que tomen la decisión que tomen respecto a sus vidas, los personajes están destinados a terminar juntos. Este recurso argumental salvaguarda el espinoso tema de la renuncia de Gloria a la vida religiosa por un amor carnal, en el contexto de una España de tan exacerbado catolicismo como lo era la del momento del estreno de la película. De hecho la novela de Palacio Valdés fue tildada poco menos que de sacrílega por los sectores más conservadores en su primera publicación, por el juego amoroso entre la monja y el galán y porque en la historia original es la madre de Gloria, ayudada del administrador de sus bienes, los que recluyen a la muchacha en un convento en contra de su voluntad y sin vocación alguna por su parte. Algo que aparecía desarrollado en la cinta de Rey, rodada en plena república, y que aquí desaparece por completo de la historia.


Sin embargo la película sortea los escollos que la conducen hacia el cine religioso más convencional gracias a la frescura del guion y la forma en que Lucia enfoca los personajes, la agilidad con que resuelve las escenas y como acentúa la química existente entre la pareja protagonista, salvando los principales problemas de censura con la continua mediación del sacerdote interpretado por Manuel Luna, que controla todo el tiempo el tono romántico de su relación hasta el final. En este sentido es modélica la escena en que Ceferino confiesa al sacerdote estar enamorado de la monja sin saber que esta ya ha dejado de serlo, llevada con un pulso cómico muy eficaz que elimina cualquier matiz ofensivo a la hora de abordar un tema tan delicado para su tiempo. El sacerdote adquiere un tono paternalista con ambos, remarcando el cariz comprensivo de la institución que representa, de cara a contentar sin duda a los estamentos eclesiásticos, que se ven de este modo tratados con un acento aperturista que no correspondía en absoluto con la realidad española del momento, en el que la censura era feroz a la hora de abordar cualquier asunto relacionado con la religión oficial.


Con el fin de hacer aún más atractiva la historia la película fue rodada en Cinefotocolor, un sistema de patente española y corta existencia utilizado principalmente en cintas de corte musical y que en esta ocasión presenta unos tonos algo más apagados, debido principalmente al vestuario de las hermanas y la pobreza cromática de los interiores, excepto en la escena inicial de la capea y la fiesta en el cortijo, en la que se realiza todo un despliegue de coloridos trajes de volantes y chaquetillas flamencas en torno a pintorescas fuentes teñidas de azul. Esta secuencia está planteada sin duda para resaltar el atractivo del color en la cinta, algo muy escaso en la producción española del momento.


Acentuando su carácter musical, además del citado número en el que la protagonista baila unas bulerías, la historia presenta cuatro canciones de escaso interés interpretadas por Carmen Sevilla. Quizás las más interesantes a nivel argumental, ya que son utilizadas para mostrar el carácter alegre y resuelto del personaje, sean las sevillanas “¡Viva Sevilla!”, presentes con otra letra en la película del 34 y las bulerías “No sé que tiene mi tierra” cantadas a la guitarra para entretener a un paciente, antiguo guitarrista, que ha perdido un brazo y es aprovechada para establecer la primera escena de acercamiento entre Ceferino y Gloria, ayudando a avanzar su relación.


La cinta se estrenó el 6 de Octubre de 1952 en el madrileño cine Rialto con una buena acogida de público, que la llevaría a mantenerse durante 35 días consecutivos en cartel. El éxito de la película se haría extensivo a la entrega de premios del Sindicato Nacional del Espectáculo de aquel año obteniendo el octavo premio de 100.000 pesetas en metálico. La película hizo mucho por la carrera de Carmen Sevilla, quién a sus 22 años se había convertido en una de las estrellas más populares de nuestro cine e iría en ascenso durante los siguientes años, viviendo una época dorada que duraría hasta bien avanzados los años sesenta, en la que la actriz sería mimada por la industria y el público

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