miércoles, 4 de mayo de 2022

“El negro que tenía el alma blanca” (1934) Benito Perojo

 

Esta es la segunda de las tres ocasiones en que la novela de Alberto Insúa sería llevada a la pantalla. La primera versión, dirigida como la que nos ocupa por Benito Perojo, data de 1927, estrenada por tanto en el período mudo con Conchita Piquer y el francés Raymond de Sarka como protagonistas, alzándose como una obra bastante conseguida con no pocos aciertos plásticos. La tercera y hasta el momento última versión sería dirigida en 1951 por el argentino Hugo del Carril, con éste y Mª Rosa Salgado en los principales papeles, resultando otro título de interés bastante alejado de la producción musical de su tiempo.

La versión de 1934 fue la primera adaptación sonora del asunto y uno de los mayores éxitos del período republicano, consolidando tanto a Angelillo como a Antoñita Colomé como dos de las principales figuras musicales del cine de la época. Angelillo, había debutado en la pantalla en 1932 con la hoy desaparecida “El sabor de la gloria”, un filme folclórico de corte taurino, pero este título sería su verdadera revelación, protagonizando algunos de los musicales más populares de los años 30. En su papel del pícaro y tierno Nonell el artista encontró una de sus caracterizaciones más recordadas a pesar de que su personaje moría a mitad de la historia. En cuanto a Antoñita Colomé, este rol supuso no solo su espaldarazo definitivo al estrellato cinematográfico, sino el establecimiento de un personaje de mujer moderna y cosmopolita que repetiría en otros títulos y le valdrían el apodo de “La Flapper sevillana”, en alusión al prototipo de jovencita dinámica y emancipada del cine americano, llegando a significar un modelo único dentro de la historia del cine musical español, lejos de las trivialidades folclóricas a las que se vería cada vez más abocada tras la guerra civil española. El papel del “negro” titular sería interpretado por el artista cubano de ascendencia española Marino Barreto, de quién Perojo consigue una interpretación bastante natural teniendo en cuenta que era un actor casi novel. Según contaba, Perojo descubrió al cantante en un local nocturno de París donde se tocaba música hispana. Al parecer Barreto no tenía ninguna cualidad para la danza a pesar de interpretar a un bailarín famoso en el filme, motivo por el cual el realizador potencia su faceta como cantante y pianista, dejando el peso de los números de baile a cargo de la protagonista femenina.

Como hiciera un año más tarde con “La Verbena de la Paloma” Perojo consigue una realización moderna y de gran sabor popular al tiempo, en la que se mezcla la comedia y el drama con singular acierto y donde los números musicales se introducen no solo dando una continuidad al relato sino buscando un sentido dentro de la historia, sin interrumpir en ningún momento la acción, en una película que abunda en canciones y bailes muy por encima de la media de su época. A pesar de no conservarse la copia completa, el metraje existente deja atisbar un filme en el que se aúnan comercialidad, inventiva y calidad a partes iguales, utilizando recursos verdaderamente ingeniosos, como aquel en que las ollas de cocina interactúan con Antoñita Colomé mientras canta en su humilde hogar soñando con ser artista. Con gran inteligencia el realizador lleva a cabo una obra cosmopolita y castiza al tiempo, otorgando la parte musical moderna a los protagonistas, mientras mantiene el espíritu folclórico en las intervenciones de Angelillo, logrando que una y otra convivan en perfecta armonía. En este sentido aúna ambos estilos en la marcha “Me voy a Paris” interpretada a dúo por Barreto y Angelillo, mientras la historia avanza del café donde ambos se conocen, al taxi que les conduce a la estación y finaliza en el tren que los traslada a la capital francesa. Este número fue uno de los más recordados por los espectadores, que según cuentan salían de las salas de cine coreándolo con entusiasmo.

Ese aire de modernidad está presente en toda la película, especialmente cuando la acción se traslada a Niza, donde un coro de chicas en bicicleta con megáfonos, patinadores acuáticos y hombres anuncio por las calles publicitan el espectáculo de Peter y Emma, mientras vemos a estos a continuación cantando y bailando en la televisión local ¡En una película de 1934! Veinte años antes de que este medio comenzase a emitir en nuestro país. Lo que le convierte sin duda en uno de los filmes hispanos más adelantados y modernos de su tiempo. Esta tendencia al cosmopolitismo fue igualmente aplaudida y condenada por la crítica especializada que acusó al filme de Perojo de cierta frialdad y falta de personalidad, entendiendo que imitaba más los modelos americanos que españoles, aunque a día de hoy se alza sin duda como una de sus mayores virtudes, ofreciéndonos una obra bastante anodina y alejada de la producción musical del momento dominada por las historias de ambiente zarzuelero y andaluz.

La copia que se conserva hoy en día en filmoteca está incompleta en unos 30 minutos, aunque permite seguir sin problema el argumento escrito por el propio Perojo. Cuenta la historia de Pedro (Marino Barreto) un joven mulato que sirve como criado en la casa de los marqueses de Arancibia, una adinerada familia. A pesar de su carácter noble, Pedro es tratado de forma déspota por el hijo mayor por su color, que hace que este le considere un ser inferior. Harto de las vejaciones a las que se ve sometido Pedro abandona la mansión y se lanza a la aventura con el objetivo de triunfar como artista. En las calles de Barcelona conoce a Nonell (Angelillo), un humilde limpiabotas aficionado al flamenco con el que empatiza de inmediato. Los dos jóvenes se van casi con lo puesto a Paris buscando la fortuna y la fama, pero una vez en la capital francesa uno trabaja en la cocina de un hotel y el otro como botones. La fortuna cambia cuando una inquilina del hotel ve a Pedro bailar a escondidas y atisba sus cualidades para el baile, presentándose con éxito y cambiando su nombre por el de Peter Wald. Pero las alegrías del triunfo se ven ensombrecidas por la muerte de Nonell, dejando a Pedro sumido en una profunda soledad. De regreso a España conoce a Emma (Antoñita Colomé) a quién contrata como pareja de baile. Ambos triunfan de forma clamorosa por Europa mientras Pedro se va enamorando apasionadamente de Emma, pero esta le rechaza debido a su color de piel por el que siente una irrefrenable repulsa. Consciente de que su amor nunca será correspondido por su piel morena, un estigma que le persigue a lo largo de su vida, Pedro se suicida arrojando su vehículo por un acantilado, mientras Emma llora desconsolada por su perdido benefactor al que amaba en el fondo, arrepintiéndose de que la aversión a su color de piel no permitiese un final feliz entre ambos.

Aunque en esencia sigue las pautas argumentales de la obra original, esta adaptación contiene importantes diferencias en el planteamiento narrativo del argumento frente a las otras dos versiones, convirtiéndola en la más interesante de todas ellas. El guion, del propio Perojo, presenta la historia de forma lineal, de manera que podemos ver y entender de un modo mucho más duro las vejaciones a las que Pedro ha sido sometido desde su niñez por parte de la familia en la que trabaja, acentuando el mensaje racista del filme. En las otras versiones la época más desgraciada del protagonista es contada en flashback una vez que este ya es un artista rico y consagrado, lo que centra casi toda la atención en el conflicto sentimental de la narración. Perojo presenta la vida de Pedro como un auténtico calvario con escenas como aquella en que el Marqués de Arencibia (José Mª Linares) lo coloca frente a una pared y le va arrojando con saña pelotas de pin-pon para humillarle ante sus invitados. Esta clara crítica a los estamentos de clase alta es sin duda fruto del liberalismo del período republicano y desde luego hubiera resultado impensable en la versión de 1951 rodada en plena dictadura franquista. Por otro lado, es la única de las tres versiones protagonizada por un actor de raza negra y no uno “teñido de chocolate”, lo que incrementa la veracidad del relato y confronta de un modo mucho más realista los prejuicios y el rechazo a las relaciones interraciales.

La película tuvo una buena acogida comercial, exhibiéndose también en varios países de Latinoamérica con idéntica fortuna, situando a Perojo como uno de los directores punteros de los años treinta, posición que reafirmaría al año siguiente con el estreno de “La Verbena de la Paloma” (1935), posiblemente su mejor película. Junto a los títulos de Florián Rey con Imperio Argentina, los filmes de Perojo serían los primeros en obtener una carrera comercial importante más allá de nuestras fronteras, dando una proyección internacional a nuestro cine, especialmente en los países de habla hispana, como no había conocido hasta ese momento. Sometida a revisión de censura por la junta correspondiente tras la guerra civil, la película sería reestrenada en 1948 con algunos cortes, eliminando algunas escenas y el nombre de Angelillo, artista de ideas declaradamente republicanas exiliado en Argentina por su posicionamiento político contrario al régimen franquista.










Sara Montiel… Los años gloriosos (4ª parte)

 


Tras el éxito de “La Violetera”, Sara se pone a las órdenes de Tulio Demicheli para rodar una enésima versión de “Carmen”, la tentadora hispana por excelencia. La belleza y sensualidad de la Montiel hacen de “Carmen, la de Ronda” (1959) un monumento al esplendor carnal y magnetismo erótico de la actriz, que mezclada con la galanura del francés Maurice Ronet, es dinamita pura. La pareja repetiría en una entretenida comedia musical “Mi último tango” (1960) y una mediocre aventura de espionaje “Noches de Casablanca” (1963), en la que se empezaba a apuntar el desgaste de la repetitiva fórmula. Aunque el declive de su carrera se encontraba muy lejano al comenzar la década de los sesenta, en la que Sara continuó triunfando clamorosamente. 


“Pecado de amor” (1961), fue un melodrama musical dirigido por Amadori cuyo título inicial, “Cabaretera”, fue prohibido por la censura al considerarlo demasiado osado, ya que hacía referencia a los clubs nocturnos y las chicas de alterne. En el Sara interpreta a la amante del dueño del local en el que actúa, que a su vez se enamora de un elegante y maduro abogado, cuya mujer está recluida en un sanatorio por enajenación mental. Si a ello añadimos que aparecía como madre soltera y que era pretendida a su vez por el hijo de su amado, se comprenderá que la censura de entonces montase en cólera. Tantas pasiones encontradas solo podían tener una salida para la moral de la época... La protagonista acababa metida a monja y asistía desde el coro de la iglesia a la boda de su propia hija, que había sido adoptada por el hombre de su vida. En medio de tanto desmadre Sara tuvo tiempo de interpretar una docena de canciones por medio mundo al amparo de las giras triunfales de su personaje. Pensando en el mercado internacional se recurrió de nuevo a un galán extranjero, el norteamericano de sienes plateadas Reginald Kernan, tan apuesto como soso. Ni que decir tiene que el explosivo cóctel de pecado, tragedia y melodías famosas como “El día que me quieras”, “Los nardos”, “El pichi” o el “Tápame, tápame” volvió a arrasar en las taquillas de una España ávida de picardías.


En 1961, su todavía marido, Anthony Mann, viaja a España contratado por Samuel Broston para rodar “El Cid” con Charlton Heston y piensa en su esposa para interpretar a la protagonista femenina. Pero ella declinó la oferta aludiendo, que era una película de hombre y que Doña Jimena se pasaba la vida encerrada en un convento. Lo cierto es que su matrimonio con Mann estaba dando las últimas bocanadas y la estrella prefirió iniciar una gira con presentaciones personales en toda Latinoamérica, para poner distancia entre ambos. Doña Jimena fue finalmente interpretada por una sensacional Sofía Loren en el esplendor de su belleza.


Regresó a la “Belle Époque” con “La Reina del Chantecler” (1962)
  y “La Bella Lola” (1962). El primero de ellos era la historia de la cupletista “Bella Charito”, que entre canción y canción se ve involucrada en una infantil trama de espionaje de la que participa la mismísima “Mata-Hari”. Como lo que importaba realmente eran los tempestuosos amores de la estrella, tuvo dos galanes para ella sola. El argentino Alberto Mendoza, en el papel de amante canalla, y el italiano Luigi Giuliani, en el prototipo de galán angelical. Como era habitual en los dramas de Sara, en castigo a tanta conducta pecaminosa acababa perdiendo a ambos. En cuanto a “La Bella Lola”, fue la primera de las tres películas que rodó contratada por los hermanos Balcázar y la única que obtuvo el éxito de sus anteriores títulos. Era una versión más o menos confesada de “La Dama de las Camelias”, donde interpreta a una especie de Margarita Gautier castiza que sufría lo indecible por amor a su Armando y se convierte en la moribunda más bella e inexpresiva de la historia del cine. A sus pies otro galán de campanillas, el italiano Antonio Cifariello, cuya apostura robaba los corazones de las jovencitas de la época.


“Noches de Casablanca” (1963), fue una pobrísima historia de espionaje que rozaba el ridículo y era tan solo un pretexto para los amores y canciones de la estrella, que lucía espectacular en números como “Tatuaje”, “Quizás, quizás, quizás” “La vida en rosa” o la célebre “Bésame mucho”, que se convertiría en uno de los títulos fundamentales de su repertorio. Mientras que “La dama de Beirut” (1964), era un tremendo drama que abordaba “la trata de blancas” de forma tan banal como increíble y en el que una vez más lo que importaba era ver a la estrella haciendo el máximo tiempo posible de ella misma, mientras una corte de galanes caía rendidos a sus pies. En esta ocasión Sara contó con uno de los peores partenaires de toda su filmografía, el italiano Giancarlo Del Duca, un actor bastante limitado que se convertiría en uno de sus grandes amores hasta casi el final de sus días. Estos serían sus últimos trabajos para los Balcázar y ambos pretendían dar cierto aire de modernidad al barroco personaje de la estrella, insuflándole un tinte cosmopolita que no funcionó de cara a la taquilla tan bien como sus anteriores vehículos. Lo mismo sucedería con “Samba” (1964), filme dirigido por Rafael Gil con exteriores en Brasil y un presupuesto que superaba los treinta millones de pesetas, sin que tanto derroche de medios lograra levantar la mediocridad de una historia pueril con tintes de novela policiaca por entregas, con el mercado negro de diamantes como excusa y en la que la estrella se veía inmersa en una trama de dobles identidades, mientras canta temas del folclore local con las playas de Copacabana, Bahía y el carnaval brasileño como fondo… (continuará)