lunes, 14 de noviembre de 2022

“Embrujo” (1946) Carlos Serrano de Osma

 

Esta es sin duda una de las obras más insólitas de nuestro cine. Su director, Serrano de Osma, que se caracterizó por situar la experimentación del lenguaje cinematográfico por encima del argumento, intentó abordar el mundo del flamenco desde una óptica completamente distinta a la habitual, lejos de tópicos y falsos tipismos, intentando ahondar en su esencia con un tratamiento demasiado surrealista y oscuro que no fue bien entendido en su tiempo, condenando al filme al fracaso a pesar de contar con el protagonismo de la pareja más popular de aquellos años, Lola Flores y Manolo Caracol. Lo cierto es que a pesar de las buenas intenciones del realizador por hacer algo distinto en la plasmación del folclore andaluz a la pantalla, la apuesta de fondo queda en tierra de nadie, resultando una propuesta fallida. Sin embargo, debido a su pintoresquismo ha pasado a la historia como una pequeña joya de su tiempo y uno de los títulos más personales y arriesgados del género, que sirve además como impagable documento para ver en acción a dos de las figuras más temperamentales del mundo de la copla y el flamenco, en su época de mayor esplendor.


Aunque el planteamiento cinematográfico de Serrano de Osma en la producción, no se centra de forma exclusiva en el lucimiento de la pareja protagonista, el genio de ambos es tan enorme que es imposible que este quede relegado a un segundo plano. La película ofrece la posibilidad de contemplar la recreación de algunos de los números más famosos creados por Lola y Caracol en sus espectáculos de aquellos años, como “La Salvaora” o “La niña de fuego”, haciéndonos testigos del arte imperecedero de dos artistas con mayúsculas que dieron días de gloria al teatro español de postguerra.

Lola y Manolo, se encontraron por primera vez en la escena en el año 1943, cuando la jerezana contrata al “cantaor” para que le dé la réplica en el espectáculo “Zambra”. El éxito fue tan apoteósico que los situó a la cabeza del panorama teatral durante toda la década de los 40. De este espectáculo salieron números tan célebres como “La Zarzamora” o “La Sebastiana” además de los anteriormente citados. El público los adoraba, entusiasmado con cada nuevo espectáculo. Para Lola supuso su despegue definitivo como primera figura de la canción y el baile español y para Manolo la consagración a nivel popular ya que, aun siendo un cantaor muy reconocido en su tiempo, su especialización en el “cante grande” no le daría la proyección que obtuvo a raíz de su participación en el mundo de la copla con orquesta junto a Lola. El hecho de que incluso una marca de anís fuese bautizada con el nombre de ambos artistas, da idea de la popularidad obtenida por la pareja en aquel tiempo.

La admiración artística trascendió al ámbito íntimo, sosteniendo una relación amorosa al parecer sumamente tempestuosa. La rumorología popular también se hizo eco de la vida personal de dos seres tan apasionados. Se habló de peleas, borracheras, reconciliaciones y continúas rupturas. Lo cierto es que la diferencia de edad existente entre ambos artistas, unido al éxito cada vez más emergente de Lola, despertaba los celos de Manolo llevando a la pareja a una situación cada vez más compleja. Tras una breve colaboración en la cinta negra rodada en Barcelona “Jack, el negro”, protagonizaron “La niña de la Venta” (1951) dirigida por Ramón Torrado, donde su relación ya se encontraba bastante deteriorada y después de estrenar en el teatro “La maravilla errante” la pareja se separó definitivamente.

Como si se tratase de un cuento premonitorio todo esto se hallaba presente de algún modo en el guion de “Embrujo”, debido al futuro director Pedro Lazaga, que contaba la vida de dos artistas de variedades flamencas que decidían montar compañía propia obteniendo un gran éxito. Sin embargo la obsesiva pasión de Manolo por Lola cada vez le resulta a esta más asfixiante, atrapada entre la admiración que siente por el artista y el dolor que le produce su tortuosa relación. Lola es contratada para actuar en solitario por todas las capitales de Europa, abandonando al “cantaor” que moría víctima del alcohol y la mala vida, mientras contempla en el teatro el triunfo de Lola en solitario. Una Lola viejecita, de increíble peluca blanca, relataba su historia a una nueva promesa del baile frente a la tumba de Manolo, poniéndola sobre aviso de la esclavitud y miserias de la profesión.

Los números musicales, dentro de su rareza, son de una gran belleza plástica y lo más llamativo de la cinta, especialmente los ballets finales y aquel que acompaña el funeral de Manolo con una Lola bendecida por el genio bailando con esa fuerza y garra que le hicieron única. La artista sostiene una gran parte del metraje de la película, lo que parece despertó una vez más los celos artísticos de Caracol que se dirigió al director comentándole “Don Carlos, en esta película solo sale Lolita y yo parezco Rebeca”, aludiendo al personaje del filme de Alfred Hitchcock al que continuamente se alude, pero nunca aparece. Un golpe genial del célebre cantaor que al parecer desató una sonora carcajada al realizador. Respaldando el protagonismo de la pareja nos encontramos a un siempre excelente Fernando Fernán Gómez como Mentor, el confidente y compañero de Manolo, en uno de los escasos papeles dramáticos del actor en esta época, en el que aporta un aire de desencantado cinismo muy interesante con diálogos como aquel en el que establece los paralelismos semánticos entre “beber y vivir”, defendiendo finalmente “¡Bah! ¡Beber!”. A su lado su por entonces esposa Mª Dolores Pradera como la práctica y sensata amiga de Lola, de algún modo el contrapunto femenino del personaje de Fernando y la sensacional Camino Garrigó, una de las secundarias de lujo de aquellos años, como “Taranta” la anciana que acompaña a Lola y se convierte en una especie de madre para ella.

El resultado final no gustó ni a la pareja protagonista, que esperaba una película más centrada en su lucimiento personal que el intento experimental resultante, ni al público que no entendió el filme y sus surrealistas montajes visuales, a los que estaba poco acostumbrado. La oscuridad y pesimismo de la historia seguramente también contribuyó al fracaso de la cinta, ya que lo alejaban de la producción folclórica al uso, donde lo corriente era un colorista final feliz entre batas de cola y zarcillos, al estilo del que años más tarde rodaría el gallego Ramón Torrado para “La niña de la Venta”. Hoy en día “Embrujo” se ha se ha visto revalorizado precisamente por su carácter alternativo y experimental, que lo apartan no solo de la producción folclórica de posguerra sino del cine de género de la época, definiéndolo como una de las “raras avis” tanto de su director como de la historia del nuestro cine, suscitando su revisión y estudio.